
Despertó agitado, incapaz por unos segundos de recordar donde estaba. Más desconcertante: quién era. El entorno en penumbra. Supo qué lo había despertado. Alguien aporreaba la puerta con insistencia, filtrándose la luz por debajo, lo cual le asustaba de una forma indefinible. No le gustaba cómo se veía la luz, ni el color que poseía, azulado, quizás. Temeroso de lo que pudiera encontrar, abrió la puerta.
Se topó con una enfermera visiblemente nerviosa. El pelo revuelto, los ojos con una expresión de angustia inquietante. Su expresión era la propia de la que despierta de una pesadilla.
Doctor –dijo. El niño de la doscientos cuatro está muy mal.
Por unos segundos, fue incapaz de moverse. “El niño de la doscientos cuatro”. Ignoraba el motivo, pero esa frase le asustaba, y mucho. Mientras la angustia de la enfermera aumentaba, él trataba de recordar. Lo consiguió, como si los datos más básicos de su propia persona le hubieran sido negados. Era pediatra, de nombre Luís Alonso, cuarenta y tres años, casado y con dos hijas. Esa noche le tocaba guardia, y simplemente había ido a descansar un rato a una de las habitaciones para el personal del hospital.
¡Doctor! –rogó la enfermera, de nombre María, ante la pasividad del mismo.
Voy.
Corrieron por un largo pasillo de paredes azules, con puertas abiertas a ambos lados. Las habitaciones a oscuras, cuyos pequeños ocupantes parecían dormir ajenos a aquel revuelo.
Todo cuanto veía le provocaba un miedo extraño, como un mal presagio.
Llegaron a la habitación 204. Se trataba de Arturo Domínguez Romero, un pequeño de seis años, encamado para el estudio de una fiebre de origen desconocido. Sudaba profusamente y se movía agitado entre sueños febriles, a la vez que balbuceaba sin parar.
Entre los dos realizaron todo tipo de intentos por bajarle la fiebre, pero ésta no cejaba. Sin saber por qué, Luís prestó atención al delirio febril del niño, que repetía: “Papá, no lo hagas, papá, no.”
Cuando el pequeño comenzó a convulsionar, Luís supo que todo esfuerzo sería inútil. Pocos minutos después, sus temores se confirmaron.
Señor Domínguez, señora Romero. Tengo que darles una mala noticia sobre su hijo.
Por un tiempo, la calma de los demás niños se quebró, al oír los desgarradores gritos de los padres de Arturo.
Indudablemente, aquella tragedia había causado mella entre los compañeros. Las miradas huían de Luís y de María. Nadie les hablaba, ni siquiera el jefe de servicio les dijo nada cuando la noche volvió a caer y todavía seguían por allí. Sólo los niños parecían apreciar la presencia de ambos.
Tampoco ellos sabían las razones, pero permanecían en la planta, como si algo los retuviera, o algo los esperara, mientras el azul de las paredes causaba más desazón en Luís. Silencio.
Cierta cosa se arrastraba por el pasillo, llevando consigo un jadeo que denotaba locura. Quizá lo esperaban. El médico y la enfermera salieron del despacho, encontrando que ese jadeo traía susurros dirigidos a ellos. Un hombre caminaba torpemente por mitad del pasillo azul, con la camisa ensangrentada, y un rostro que era la locura personificada. Portaba un largo cuchillo manchado de sangre a medio coagular. Al verlos, se le torció el gesto en una mueca mitad sonrisa, mitad llanto.
Detrás de aquel hombre turbio, surgió una figura de niño, con el pelo sudoroso en mechones sobre el rostro pálido. “Papá, no lo hagas, papá, no”, imploró.
Sin embargo, Luís sabía que sus ruegos eran inútiles. Aquello ya había ocurrido.
Despertó, con la misma sensación de pérdida, desorientado. La misma penumbra, la puerta, la luz…al tiempo que alguien le invocaba a golpes.
Corrían por el pasillo hacia la “doscientos cuatro”. De reojo, vio en una de las habitaciones a un niño, de pie. Sin parar de correr, se volvió para verlo salir. Era Arturo, que lentamente los seguía. No obstante, también parecía estar en su cama, sudando y delirando. Mientras el médico y la enfermera lo trataban, Arturo se observaba a sí mismo, apoyado en los barrotes de la cama. Él también creía que todo era inútil. Ese “otro” Arturo los acompañó durante toda la noche, tratando de consolarles. También estuvo con Luís cuando les comunicó el terrible hecho a sus padres.
Luego, volvió a cerrarse la noche, y su padre surgió con el cuchillo, susurrando muerte. Luís y María contemplaban inmóviles como se les acercaba. Sentían las cuchilladas clavadas en su propia alma. Entonces, Arturo los tomó de la mano. De seguido, un repentino vértigo, para encontrarse fuera del cuerpo. Vieron salpicar sangre en las paredes azules, pero aquello carecía de importancia, merced a la paz que emanaba de la luz. Arturo los llevaba hacia ella.
0 comentarios:
Publicar un comentario