
Aquella noche algo muy extraño sucedió en ese lugar.
La noche no era una noche cualquiera, era el once de agosto del año dos mil ocho, es decir, cuando las Perseidas o Lágrimas de San Lorenzo alcanzaban su máximo esplendor y podría verse en el cielo un espectáculo fulgurante de luces: La lluvia de estrellas.
El lugar tampoco era un sitio cualquiera, era el recinto que delimita el castillo de Almonacid.
Lo sucedido... eso, señores, no es nada fácil de explicar, porque lo sucedido aquella noche en ese lugar sencillamente fue escalofriante. Pero vayamos al principio.
Quien camine por La Mancha Toledana lo conoce, quien circule desde Madrid a Toledo lo otea en el horizonte, quien vive cerca de él lo ignora, quien lo visite por las noches puede salir aterrado. Es el Castillo de Almonacid.
Almonacid, es un lugar cuyo nombre figura nada menos que en el Arco del Triunfo de Paris, y si su nombre figura en tal insigne lugar, comprenderán ustedes que necesariamente algo excepcional debió suceder allí.
Y cuenta la historia que lo que allí sucedió el once de agosto del año mil ochocientos nueve fue nada menos que la Batalla de Almonacid, donde murieron seis mil combatientes, cuatro mil españoles y dos mil franceses. La mayoría de los combatientes murieron pasados a bayoneta y es en honor a esa batalla por la que el nombre de Almonacid figura grabado en El Arco del Triunfo de Paris.
Quiso el destino que por esos días éste Caminante frecuentara esos lugares y pensó, erróneamente por lo que a continuación podrán deducir, que desde la loma donde se ubica el Castillo de Almonacid sería un buen lugar para contemplar la lluvia de estrellas, además coincidía que ese día, hacia tan sólo ciento noventa y nueve años, se librase en ese lugar la Batalla de Almonacid.
No es éste Caminante hombre dado a correr riesgos o involucrarse en aventuras de incierto desenlace, pero nada hacía presagiar que asunto tan lúdico e inocente, cual era contemplar de madrugada la lluvia de Las Perseidas desde tan privilegiada atalaya, fuese motivo de tomar precauciones extraordinarias, pero por precaución, sólo por precaución, este Caminante no se olvidó de meter en su mochila una 40 Smith&Wesson
El Castillo, para quién no conozca tal lugar, esta situado en un cerro de unos novecientos metros de altitud y dista del pueblo que da nombre al Castillo unos trescientos metros. Se comunica a través de un camino que serpentea el cerro y allá, en lo alto, yergue su figura, medio desvencijados sus muros, medio derruidas sus almenas, francas sus entradas, salpicado de escombros su patio de armas y excepcionalmente conservada su torre del homenaje.
Del Castillo de Almonacid se polemiza acerca de sus orígenes, si romano o árabe, y son varias las leyendas que le acompañan, siendo de las más conocidas la de un pasadizo secreto entre los Castillos de Almonacid, Mascaraque y Mora, distantes tan sólo una legua entre cada uno.
En el interior del recinto se encuentran los huecos de tres aljibes, uno de planta circular y pequeño y otros dos alargados y profundos, con bóvedas y tallados en roca viva, y que no hacen sino alimentar la leyenda del pasadizo subterráneo entre los tres Castillos.
Aunque para leyenda curiosa y sugerente la que hace referencia a una ventana en el muro de la torre, con una ingeniosa construcción con derrame hacia el interior, permitiendo la entrada de la luz, pero haciendo imposible el ataque. La leyenda asevera que fue mandada construir por una princesa mora que se marchitaba si le faltaba la luz solar, y que consiguió aunar la seguridad ante un ataque y la luminosidad de aquel, su recinto.
Como saben quienes antes hayan disfrutado del fulgurante espectáculo de Las Perseidas, éste se produce sobre la madrugada, de modo que coloqué la colchoneta y estera y tendí mi saco contra la Torre del Homenaje. Eran más o menos las doce de la noche y me dispuse a descabezar un placentero sueño antes que mi despertador me avisase que la lluvia de estrellas estaba lista para salir a su encuentro.
Nada más traspasar las puertas del Castillo, noté una rara sensación, algo así como si alguien escondido en algún lugar me estuviese observando. El recinto no es tan grande de modo que antes de tumbarme sobre mi saco para dormir, escudriñé minuciosamente el espacio interior del castillo y fue entonces, cuando tuve la certeza de que estaba en soledad, cuando me decidí a echarme a dormir.
Claro, que tardé más en echarme sobre mi camastro que en dar un salto y ponerme de pie. Alguien, justo detrás de la Torre del Homenaje, me advertía:
–Cristiano, cristiano, no te duermas, cristiano.
La voz era inconfundiblemente de mujer, de mujer joven, de mujer angustiada, y el mensaje era esclarecedor: no te duermas.
Con la Smith&Wesson aferrada a mi mano derecha y una potente linterna en mi mano izquierda corrí tras la torre para localizar a quién de esa manera me advertía, pero tras la torre no había nadie, absolutamente nadie, además era imposible que hubiese salido corriendo en busca de otro refugio, pues el patio de armas es suficientemente ancho y despejado para no dar tiempo a nadie a buscar cobijo en otro lugar, ni tras los muros de la torre había lugar alguno donde esconderse. Ese lugar carece de recovecos.
Por más vueltas que le di, por más conjeturas que hice, no pude descifrar el misterio de aquella enigmática voz que de tal manera me advertía. Estuve valorando por unos momentos marcharme del lugar, pero deseché la idea porque quizás no sea un valiente, pero desde luego lo que no soy es un asustadizo que se acobarda a la primera de cambio.
Volví hacia mi lugar de acampada y esta vez, en lugar de acostarme me senté, aunque eso si, con las orejas bien abiertas y la Smith&Wesson bien aferrada a mi mano. No volví a escuchar la voz de la mujer, pero nuevamente tuve la sensación de que alguien estaba vigilándome desde muy cerca.
No podría decirles exactamente qué me hacía sospechar que alguien más estaba en ese sitio, pero créanme si les afirmo, sin lugar a dudas, que en ese momento alguien más estaba compartiendo mi tiempo y mi espacio.
Por momentos tuve la sensación que alguien estaba delante de mi respirando y mirándome fijamente a los ojos, pero todo era inútil, la linterna no reflejaba nada y además la luna estaba en cuarto creciente y la estancia estaba lo suficiente iluminada para que nadie pudiese pasar inadvertido por falta de luz... pero alguien, inequívocamente, estaba delante de mi.
Por primera vez en la noche noté que las fuerzas me abandonaban, se me puso la carne de gallina y el corazón se me desbocaba. Traté de recuperarme, me puse en pie y comencé a dar vueltas por el entorno, aunque todo inútil: no había nadie.
Me llamó la atención uno de los aljibes tallado sobre la roca, enfoqué la luz de la linterna hacía el foso y esta vez, sin el menor atisbo de duda alguna, escuché unas voces que salían del interior del aljibe:
–Sarracenos, sarracenos, sarracenos
Era la voz de un hombre que, sobresaltado, alertaba desde el interior la presencia de sarracenos en el lugar, pero allí no había nadie excepto yo mismo y a la vista estaba que no era precisamente un sarraceno.
Esta vez no me temblaron ni las piernas ni las manos, apunté mi pistola y disparé sin contemplaciones hacía el interior del aljibe. Me detuve después de vaciar el cargador y me quedé en silencio observando la grieta del aljibe por donde salían las voces, pero nada, el silencio era total, los gruesos muros del recinto del castillo habían ahogado el ruido de los disparos y el silencio seguía siendo absoluto.
Volví a recargar con cartuchos la pistola y esta vez hice algo diferente: agarré la pistola, alargué el brazo al frente y giré sobre mí mismo una vuelta de 360 grados, apuntando pero sin disparar. Me volví a quedar en silencio y la sensación de que alguien más estaba a muy escasa distancia me hizo tomar la decisión: comencé nuevamente a girar sobre mí mismo, aunque esta vez descargando la pistola y disparando al frente.
Cuando hube completado la vuelta y la pistola estaba descargada nuevamente volví a escuchar la voz de una mujer joven, aunque me pareció a mí que no era la misma voz de la primera vez. Esta vez la voz era dulce y melodiosa y no, no me advertía de nada, sencillamente estaba cantando una canción que hacía mención a una princesa, la Princesa Aixa, que como algunos recordarán fue la madre de Boabdil.
Había vaciado dos veces el cargador de mi pistola, la noche era calma, la luna iluminaba el recinto, el olor a salitre, carbón y azufre lo inundaba todo, la pólvora se masticaba. Encaminé mis pasos hacía la mochila y recargué la pistola a la vez que metía en el bolsillo un nuevo cargador de repuesto.
Decidido, absolutamente decidido me dirigí tras el muro de la Torre del Homenaje desde donde alguien estaba cantando una canción a la Princesa Aixa. Nada más doblar el muro que ocultaba la estancia apreté el gatillo de mi Smith&Wesson calibre 40 y vacié el cargador disparando hacia un lado y otro. Volví a recargar la pistola con el cargador de repuesto y lo volví a vaciar disparando a mí alrededor.
Conseguí acallar a la mujer que cantaba, conseguí que el olor a pólvora se mantuviese, conseguí quedarme sin munición, había venido a ver la lluvia de estrellas, no a una guerra de sombras, pero lo que no conseguí fue que desapareciera la sensación de estar con más gente en el recinto del castillo.
Me había quedado sin munición y estaba como al principio: alguien me acechaba.
Miré hacía la puerta del Castillo y tuve que hacer esfuerzos para evitarla. Miré hacía mi mochila y mi saco de dormir y tuve que hacer esfuerzos para superar el miedo y regresar al campamento. Me acosté y en una especie de duermevela conseguí por fin conciliar el sueño.
No puedo asegurarles el tiempo que permanecí dormido, pero nuevamente una voz me despertó súbitamente, aunque esta vez no me advertía, esta vez era un grito desgarrador:
–Cristiano, cristiano...
Alarmado por los gritos abrí los ojos y me quedé aterrado, una cimitarra empuñada por una mano enguantada se desplomaba sobre mi garganta. Apenas tuve tiempo de echarme a rodar y por milésimas pude evitar que me rebanara la cabeza. Sentí una especie de zumbido cortando el aire, sentí el olor del frío acero cerca, muy cerca de mi gaznate, sentí correr sobre mi pescuezo un hilillo viscoso que goteaba sobre mi pecho. Eché mano a la garganta y la saqué ensangrentada, habían conseguido hacerme un corte, pero no parecía excesivamente grave.
No podría asegurarles cómo conseguí llegar a la puerta de salida de aquel castillo, porque las piernas apenas me sujetaban. No podría decirles a ciencia cierta cómo conseguí llegar a mi coche, que lo tenía aparcado a más de cien metros del castillo, pero lo que si les puedo decir es que arranqué el motor y no paré hasta que varias horas después el coche se quedó en medio de la carretera, seco de combustible.
¡Ah! las Perseidas, hablábamos de las Perseidas. No, no puedo decirles qué ocurrió esa madrugada con Las Perseidas.
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